Tres quetzales y carnaval

Hacía rato que no veía un partido jugado con tanta intensidad. No importaba el calor, el curso y mucho menos las ropas. Se corría y se metía con alma y vida. La pelota serpenteaba entre distraídos y yo, que viendo el espectáculo en primera fila, no dudé en dejar a Aruma vaya a saber con qué maestra para meterme de lleno en ese candombe repleto de goles, risas y foules no pitados. Ya había pegado un remate en el palo y dejado boquiabiertos a varios con un par de gambetas cortas, cuando enganché el balón que venía cayendo de los cielos con el empeine de mi zurda endemoniada. El esférico sale de mi pie como un misil y promete colarse en un ángulo pero termina su vuelo del otro lado del tapial que separa a la escuela de la iglesia más chula de Jojotenango. Compañeros y rivales vuelven a quedar boquiabiertos pero esta vez se agarran la cabeza. Pido escaleras, explico que en la altura la pelota no dobla, propongo gritarle al cura. pero me hacen saber que el balón ya murió y se suma al cementerio de la muda iglesia. Quiero que me trague la tierra cuando escucho desde el piso una voz:
–Señor, me debe tres quetzales…
El patojo no pasa el metro de estatura y con las manos detrás de la cintura, como quien le reclama al referí sin perder la cordura, exige lo que era suyo hasta la llegada de mi bolea. Como pocas veces, me quedo sin palabras y los gritos de Noe, desde el aula, me salvan de seguir tartamudeando. El taller comenzó y yo tengo a media escuela queriendo comerme crudo. Debo dinero que no tengo y estoy todo transpirado.
Los dos talleres de esa tarde tuvieron la misma intensidad que el picadito del recreo. Dejamos la voz y las energías en ese viernes caluroso lindante al timbre final. Juntamos a tercero y cuarto grado en el primer taller y a los alumnos de cuarto y quinto en el segundo. El recreo seguía afuera del aula y por la ventana se veía que, de puntitas de pie, me miraba el tozudo cobrador, rodeado de sus secuaces. Adentro, varios hilanderos demostraron una vez más la universalidad de este juego y fue tanta la bataola que el carnaval empapó el salón. Cáscaras de huevo rellenas de papel picado se estrellaron en muchísimas cabezas. El timbre sonó, las madres esperaban con sus bicicletas pero las maestras pedían más y más. Finalmente apareció nuestro amigo Rober para llevarnos a cenar a su casa y con él cerramos la jornada.
Ya es sábado y a pesar del cansancio estamos vendiendo aretes en la plaza principal, recorriendo la calle del arco, llegando hasta la iglesia. Vamos rotando. Aruma pesa y en esta Antigua tan colonial como empedrada no hay margen para la carriola. Descanso en una fuente que suele estar repleta de vendedoras. Mujeres de la comunidad que ofrecen sus artesanías vestidas con sus “cortes” típicos y soportan estoicamente las fotografías, a pocos metros y descaradas, de turistas extranjeros. Como la policía hoy se puso pesada y está quitando mercaderías y corriendo a las seños, sólo una joven vendedora de rasgos indígenas llega a la fuente. Comenzamos a platicar de nuestros pueblos, nuestros nombres, cuánto es lo máximo que podemos rebajar, cuándo el alcalde las dejará vender en paz. Mira de reojo una y otra vez. El gato puede andar cerca. Me ofrece por tercera vez sus pañuelos. Le ofrezco los aretes y nos reímos. Le cuento del proyecto y que ayer hicimos dos talleres en la escuela Rafael Rosales de la vecina Jojotenango. Vuelve a reír. Sus hermanos habían tomado el taller.

Pd: Los tres quetzales fueron entregados a una maestra, frente a una veintena de testigos.

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