La entrevista con el director del colegio nos puso más nerviosos que los exámenes frente a profesores ogros y despiadados. El hombre, serio y vestido de negro, escuchó nuestra propuesta sin emitir mueca ni sonido alguno, y chocamos de frente contra un paredón cuando quisimos romper el hielo acudiendo a la panza de Noe, que ya rozaba los ocho meses de embarazo, o con anécdotas graciosas de talleres pasados. Ni siquiera se inmutó ante el último pincelazo de pureza y de sentido común, pronunciado por una pioja que no se veía del piso. La niña increpó a Noe y señalando la panzota preguntó:
-¿Qué tienes ahí?
-Un bebé –Respondió Noe alegremente.
-¿Y por qué te lo comiste? -Refutó la chamaca súper enfadada.
Sin embargo –y sin sonrisas ni entusiasmo–, el hombre de negro confirmó los encuentros con los tres grupos de primaria para unos días después. Así sin más, nos despedimos seriamente y con una felicidad incontenible que reclamaba ver el exterior, pues con los talleres próximos pautados para celebrar el día del niño, rompíamos la racha de telefonazos, eternas caminatas y tocadas de timbre en vano, donde los hilos perdían sistemáticamente las batallas frente a las currículas, exámenes y vacaciones próximas.
Caímos a los pocos días al colegio El Nido cargados de hilos y nervios. Aruma ya pesaba unos tres kilos y la panza de Noe nos sacaba media cuadra de ventaja. Pero pusimos garras y buena onda y todo salió de maravillas gracias a la ayuda de las seños, que desanudaban manitos ansiosas y daban vida a peces, serruchos, caracoles y estrellas. El director, Leo, seguía de negro pero ya no importaba este detalle: al finalizar los talleres nos regaló sus primeras sonrisas.
Un mail llegó horas después. Sonia, maestra de los más pequeños y pareja de Leo, nos ofrecía su casa, la de Leo y todo lo imaginado. Como solemos hacer, agradecimos mucho y dijimos la verdad: nos da toda la pena del mundo. Pero con los mates llegó ropita para Aru, mantitas, el “huevito” y el asiento para la chiapaneca viajera.
Nueve días después cayó otro correo con la proposición de enredarnos con todas las mamás del colegio en su día. Setenta madres charlatanas y chistosas se portaron peor que los escuincles y armaron el taller más divertido en los ciento treinta que llevamos contabilizados en dos años. Amenazamos con ponerlas en penitencia si no cortaban el cotorreo y reímos, mucho. Y tejimos una linda mañana que finalizó con tamales y frijoles, atolitos y café, mientras ellas les presumían figuras a sus hijos que pispearon el taller por los ventanales del salón.
Fueron pasando las semanas entre charolas y flacas propinas así como las noches llenas de almohadas que nos iban quitando horas de sueño discretamente. Pasó también un pis en la madrugada que tomó la forma de una oración que permanecerá por siempre: “¡Gordi, creo que rompí bolsa!”. Un tímido sol que recién despertaba nos vio caminar de la mano la cuadra y media que nos separaba del sanatorio. Aru apareció con los ojos abiertos y bien hinchadita y con ella también apareció un amor único, inconmensurable. Un recientemente resuelto dilema de si la ecuación es cambio de pañal-teta-dormida (con el riesgo a caca en el último instante y por ende toda la fórmula nuevamente desde cero) o si es una teta-caca paciente-otra teta-dormida final, también fue protagonista de esas madrugadas, cuando un tercer mail confirmó el dicho de que “no hay dos sin tres”. Día del padre, mañana de hilos. ¿El desafío? Realizar figuras que no hayamos hecho en los talleres previos. Las dudas, tiempos y miedos pedían el rechazo total a la propuesta. El precio de los pañales y el pago de la renta reclamaban acción. Le aclaramos a Sonia y a Leo que desde hace diecinueve días el equipo está formado además por una chiapaneca, un huevito, pañalera y tetas all time. La respuesta de ellos ya la conocen. Rompimos la tradición mexicana de no sacar al bebé de la casa hasta los cuarenta días de nacido y nos fuimos con Aruma y todos los bártulos a aflojar a serios papás que miraban con desconfianza la dinámica del taller: trabajar de a dos jugando al “cuna de gato”. El resultado fue otra hermosa mañana de enredos, de charlas, de tamales y atoles, de quesadillas y frijolitos calientitos. Aruma dormía en su rebozo, y los niños nos felicitaban con genuina genuinidad el ser papás. Sus papás les explicaban ahora a ellos el cuna de gato. Sonia nos consentía y Leo reía. Como se ríe Aruma cada vez que le cambiamos el pañal en las madrugadas.