Mara me sentó frente al alcalde y su secretario en un restaurante frente al mar, que hace de oficina muchas veces en este paraíso llamado San Juan del Sur. Después del mal trago con las autoridades de San Lucas Sacatepéquez, Guatemala, las expectativas eran nulas y asistí a la cita más por Mara que por la posibilidad de hacer algo conjunto con el gobierno municipal.
En su entrecortado español, la gringa de corazón enorme, me presentó y me dejo el terreno liso para que me explaye sobre el proyecto. Pero del otro lado no me escuchaban, saludaban a todo el mundo y mantenían conversaciones por afuera mientras yo explicaba la metodología de los talleres. Mara estaba roja de ira, yo naranja. Finalmente, los muchachos propusieron hacer tres talleres por diferentes escuelas a cambio de todas las comidas en ese restaurante. Dije un no rotundo. Expliqué que el Delfín tiene cocina (aunque el que se cocine sea uno cuando prende una hornalla) y que necesitamos dinero más que exóticos platillos. No hubo acuerdo y me fui. Pero el calor quema y adentro del Delfín la temperatura llega a los cuarenta grados, según el termómetro de Aruma. Cocinar es un suicidio. Llamé y arreglamos.
Tres talleres a cambio de desayuno, almuerzo y cena por una semana más un poco de gasolina. Aruma comió como nunca, nosotros también. Disfrutamos vivir como reyes esos días, disfrutamos los atardeceres cayendo sobre el horizonte, disfrutamos a Aruma siendo feliz en la arena y disfrutamos los talleres, que salieron geniales en el Colegio Stella Maris y en el Instituto Emanuel Mongalo y Rubio.