“La educación es tan pobre en Panamá, que los más brutos llegan al poder”, sentencia el taxista varios pozos antes de llegar a la escuelita y al toparnos con ella no queda otra que darle la razón, en las dos partes de su enunciado. Quique, el taxista, ya nos había regalado una brillante definición para las escuelas ranchos que conviven, de espaldas, con un turismo suntuoso en esta isla panameña: “Son gallineros”. Así, sin más.
Dicha convivencia se sostiene sin demasiados roces debido a que los gallineros están bien lejos de las miradas de gringos, latinos y europeos que llegan a surfear y a dorarse la piel en estas playas de películas y de reality show (Expedición Robinson, entre otros). Pero además y sobre todo, es que dentro de las escuelas ranchos están los invisibles de los que hablaba Galeano, los nadies que nadie ve. Los hijos de las comarcas que llegaron con sus familias para limpiar, vender y sobrevivir en los bordes de la isla, bien lejos de resorts y paseos nocturnos. Y como venimos viendo en estos años, más arriba y más abajo, los invisibles siempre tienen el color de la tierra, el sabor del maíz.
Ayer los niños eran de la comunidad indígena Ngäbe. Podían haber sido Ikoots, Nañus, tzotziles, Kakchikeles o Tobas. Quince patojos de seis a doce años –la escuelita es multigrado– que comparten lápices y vida en un aula sin luz, que equivale a decir oscura y sin ventilador (abanico). Y en Panamá, conocida por su temperatura como “las puertas del infierno”, este simple hecho grita a los cuatro vientos que estos niños no se ven ni se oyen. Y son miles en Panamá. Y más miles, muchos miles, en el continente.
A la escuelita de Playa Bluff llegamos gracias a Georgina y Jorge, españoles de corazón más grande que la tortuga baula. No sólo nos bancaron el material y el taxi a través de la fundación para la cual trabajan, sino que se pusieron el taller al hombro. Con Aruma enojada y sudada, y con manitos bien pequeñas para desenredar, los nuevos amigos fueron imprescindibles en esta nueva etapa hilandera, donde la tercera del equipo corre que te corre.
Aprendimos trucos nuevos y repasamos los de siempre entre el calor y la humedad. Y la alegría por esas caritas de felicidad y asombro se fue desvaneciendo a medida que el taxi nos devolvía a la burbuja de gringos, latinos y europeos con la piel dorada por el sol.