“Te juro Lio que cuando nos salió la figura, se le fueron llenando los ojos de lágrimas, se sonrió, y acariciándome la mejilla me dijo ‘gracias’, y yo casi me largo a llorar”, me confesó urgentemente Noe, al instante mismo en que cruzamos la puerta luego de los abrazos, las gracias y los deseos de buena suerte. Resultó ser que la joven abuela tenía una traviesa mano que no se quedaba quieta y la pata de gallo no salía. Por eso, cuando Noe le ofreció la suya y entre las dos hilvanaron la figura, las sonrisas se mezclaron con la emoción, y ahora en el narrar de ese momento mágico, los ojos vidriosos se multiplicaron y fueron cuatro.
Todo empezó unos días antes cuando en un café conocimos a Silvia, mujer bella, transparente y bondadosa, que rápidamente al escuchar el proyecto nos regaló su amistad. Silvia, es mejor que lo aclaremos ahora, aparecerá en esta y muchísimas otras crónicas, ya que además de todo lo dicho (que es muy poquito para todo lo que envuelve su corazón), es nuestra representante en Querétaro, tierras de atardeceres rojizos y de tropiezos varios al mirar sus farolas, torres y cúpulas.
Entre todos sus contactos y ofrecimientos, nos comentó que daba clases de yoga a unas abuelas que semanalmente se reúnen con su “grupo amor”. Y desde hace treinta años. Amigas de toda la vida, se siguen juntando y charlando y platicando hasta por los codos todas las semanas. Y de paso mueven el esqueleto. Siempre entre risas, chistes y abrazos cálidos.
Lo curioso es que Noe, con ganas de hace rato de hilar con los más viejitos, había estado toda la semana buscando geriátricos y espacios para la tercera edad. Y dicen, y dice, que las energías se atraen, o algo parecido. Y así realizamos la primera e inolvidable experiencia con las abuelas del grupo amor, antiguas tejedoras que volvieron a jugar como lo que son, unas inquietas y divertidas niñas.