San Lucas Sacatepequez, Guatemala.
Febrero de 2016.
El teléfono comió un nuevo quetzal. Las puteadas acompañaron al golpe del aparato esperando en vano oír el salvador ruido de la moneda cayendo, pero no. Otra vez me pasó lo mismo. Sé que en el primer teléfono público se escucha mal, en el del medio se escucha peor y el tercero es glotón. Lo recuerdo una vez que se escucha mal, peor o que me traga la moneda. Voy entonces al puesto de la orilla del mercado, a metros de los tres mosqueteros telefónicos. El hombre se avivó y cobra cuatro veces más. Es una especie de locutorio pero sin cabinas, donde una mesa sostiene una decena de teléfonos codeándose. Pruebo y suena. No atiende nadie y corto antes de que me agarre el contestador. Amablemente le cuento al muchacho y lo saludo pero no me dice adiós, sino que me cobra la llamada. Le vuelvo a explicar que no me comuniqué, pero de nada sirve mi argumento. Aquí se cobra el “intento”, según sus palabras. Las puteadas ya se escuchan mejor que los teléfonos y vuelvo al primero de los tres. Del otro lado del tubo espera Vicky, a quien llegamos gracias (muchísimas gracias) a Sofi y Rober, padrinos y amigos en esta Antigua deslumbrante. Vicky es de esas maestras que no sólo recuerda el nombre de todos sus alumnos sino también el de cada familia y pone cuerpo y cabeza para cambiar, con tiza y amor ensordecedor, la dura realidad que se repite en todas las comunidades originarias de nuestra América. Vicky es maestra de una escuelita rural en San Lucas Sacatepéquez, donde las cuestas cuestan treparse y el aire está bien lejos del smog que desprenden los carros y buses que van a ciudad de Guatemala. Los volcanes y montañas se ven desde la escuela más claros que nunca. A medida que el carrito de Vicky trepa las colinas, el español le va dando paso al Kaqchiquel, idioma de la región que se oye tan lindo como el viento y los pájaros. Finalmente llegamos a la comunidad Chixolis. El “chi” significa “de” y “xolis” es por el apellido Solís. Hace rato, un Don de dicho apellido tenía una finca donde hoy hay casas. Las gentes de por aquí trabajaron para la familia Solís y a medida que fueron pasando los años los hijos de los laburantes dieron más hijos. Hoy todos ellos forman esta comunidad.
Sofi le comentó a su amiga de nuestro proyecto y de nuestras “necesidades”. Vicky, que lidia cotidianamente con necesidades mucho más reales y jodidas, nos cazó al vuelo y se puso en campaña: habló con medio municipio de San Lucas para que nos contraten, pidió alojamiento, comida, materiales y dinero, aunque sea en formato de gasolina. A cambio iríamos a su escuelita como solemos hacer, con muchas ganas y si se ofrece aceptamos un plato de frijoles. Después de varios quetzales tragados y conversaciones truncas agarramos el famoso “chicken bus” para encontrarnos con Vicky y la gente del municipio, que se prendió enseguida con el proyecto, pidiéndonos que vayamos a unas seis escuelas para alcanzar a más de quinientos niños. Nosotros felices, y a cruzar los dedos para que Aruma se porte bien, más ahora que está con un poco de gripa.
No somos buenos vendedores y somos peores negociantes. Ya habíamos pautado escuelas y horarios pero no sabíamos qué nos ofrecían del otro lado. Nos da vergüenza preguntar, siempre nos pasa. Por eso Vicky habla por nosotros y pregunta por el alojamiento. La secretaria va al despacho del intendente y vuelve con una clara respuesta: no hay alojamiento. Vicky retruca entonces con el dinero. La mujer sale a preguntar: tampoco hay. ¿Y gasolina? La escena se repite. Por primera vez nos plantamos y dijimos que para eso vamos nosotros por nuestra cuenta, sin la “chapa” del ayuntamiento. Así fue. Pero Vicky se siente culpable y nos lleva de un tirón a un colegio privado que nos contrata para el otro día. Otra vez subidos al colectivo escolar gringo sin frenos disparando perdigones de smog al planeta, con Arumita que va y viene como chorizo en fuente de loza. A cortar lazos que el despertador suena temprano y emponchados volvemos a San Lucas para hacer tres talleres al hilo en “Aprendiendo a Crecer”. Otro ida y vuelta de terror agarrados fuerte en el chicken bus que decididamente no tiene pensado frenar en las curvas. Y mañana a subirse de nuevo, ahora si para visitar la escuelita rural mixta y enredarnos con esos patojos de miradas profundas y piel curtida. De timidez y respeto absoluto, de sonrisas calladas y corazón enorme que aman jugar, por más que sus manos ásperas delaten una infancia más cerca del trabajo que de las escondidas.