El primero en tierras chapinas

Íbamos concentrados por la calle principal, enmarcada de puestos de artesanías vendiendo obras de arte. Allí andábamos nosotros tres, mirando de acá para allá, buscando precios más baratos que los baratos, sólo olvidándonos de la posible ganga que nos salve en Costa Rica cuando por retrocedemos veinte metros para recuperar el sombrero que Aruma volvió a tirar. El sol pega fuerte por la Santander y en Panajachel, con el sol bien arriba y un día de semana, la cosa está tranquila. La oferta más regalada no aparece y puteamos por no haber contado con más dinero en Chichicastenango, ese mercado casi tan ancestral como los juegos de hilo. Los aretes comprados en Ciudad de México son ofrecidos por todos los vendedores y nuestro as en la manga se vuelve un cuatro de copas. Los novatos revendedores no aceptan las reglas del mercado y, pese a la flaca economía, guardan la mercancía para más adelante. De repente, el griterío acompañado de corridas corta la pereza de un lago Atitlán cansado. Sonó el último timbre de la mañana y los patojos huyen de felicidad. Entre los puestos y los chocobananos, una escuela quedó atrapada en medio de las guías turísticas. Nos miramos con Noe mientras Aruma intenta sacarse el sombrero que ahora le tapa los ojos. En chanclas y musculosas apuramos los pasos y entramos a la escuela en busca del director. Le explicamos de nuestro proyecto y las ganas que teníamos de compartir unas horas con los chicos. A los pocos días nos levantamos bien temprano los tres, nos volvimos a enamorar del Atitlán –compañero de almohada del Delfín–, y nos fuimos a encontrar con nuestra primera experiencia en tierras chapinas.

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