El otro lado

“Fíjense que algo tienen con la peña que los llama una y otra vez”, dijo Gerardo y nos hizo pensar que era cierto, que esa montañota enorme de piedra a la que ya habíamos fotografiado chiquicientas veces, se empeñaba en que la volviésemos a visitar. Primero fuimos como meros turistas que aprovecharon un feriado puente para visitar ese increíble pueblo mágico a dos horas de Querétaro llamado Bernal, y de paso probar sus dulces y sus gorditas, y caminar por la bellísima peña y calles coloniales, con el silencio, la tranquilidad y miles de estrellas de testigos.
Pero no habían pasado siete días que ya estábamos de nuevo por allí, aunque esta vez del otro lado, en San Antonio de la Cal, donde no llegan turistas ni dólares, pero si convive una comunidad indígena Ñañú, en plena armonía con las aves, insectos, animales y cielos del lugar, aunque cadenas hoteleras y multinacionales varias se esfuercen en lo contrario. Llegamos al pleno semidesierto queretano gracias a dos grandes amigos: Gisela y Gerardo, compañeros que trabajan con dicha comunidad mientras ponen linda la casa de Custer, indio chamán gringo que llegó hasta el polvoriento pueblo para curar con la más sabia de las medicinas, la ancestral y natural, y de paso visitan y nos presentan a la gran amiga Ginger, que con casi setenta pirulos derrocha vitalidad y alegría.
A Gise y Gerar los conocimos gracias a Silvia (ya avisamos que iba a aparecer en muchísimas crónicas queretanas), cruzándonos en la granja Oni, hermoso proyecto ecológico de Arturo y compañía. Bastaron un par de días y unas ricas enfrijoladas para que ese cruce casual le diera marcha al escarabajo (o bocho como lo llaman aquí), y gracias a ellos entonces, pudimos llegar a donde más nos gusta.
Pero era sábado y la iglesia alcanza aquí a todos los rincones, por lo que el primer taller se hizo en plena plaza principal, a la salida de catequesis, sólo interrumpida por una colorida peregrinación.
Ni el sol ni la hora de comer pudieron romper el encanto de los hilos enredados y las figuras que fueron naciendo, en aquellos chavitos con sangre que hiló por generaciones. Y así iban apareciendo tímidas figuras que los niños ya conocían por sus padres, tíos o abuelos. Y así iban aprendiendo también otras con una facilidad y rapidez innata.
“Abajo hay más niños en una capilla, si quieren….”, nos informó una maestra y si bien ya no había tantos lazos preparados, los fuimos haciendo a medida que el bocho se perdida entre las curvas y el tendal de tierra. Llegamos a un hermoso, colorido y agreste lugar, y donde pensamos encontrarnos con unos quince niños, nos topamos con más de cuarenta. A cortar hilos y a cortar la clase de catecismo que es tiempo de hilar. Y así fue, entre agradecimientos sinceros y dedos veloces, tejimos una hermosa experiencia con los cuates que viven del otro lado de la peña, donde no llegan turistas ni dólares.

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