Donde la vida no muere

No terminaba el último acorde del vinuette y ya comenzaban los rezos y los cantos: “Desde el cielo una hermosa mañana, desde el cielo una hermosa mañana, la Guadalupana, la Guadalupana bajó al Tepeyac…”. Al desaparecer los úlimos hilos de voces, las cañitas voladoras explotaban en el cielo, al paso que familiares y amigos convidaban panes, café, ponche y galletas. En breve, nuevamente el violín y las dos guitarras aguaban el dolor hasta darle paso a la oración. La peor noticia había llegado a la tarde desde Querétaro y todo Landa de Matamoros puso manos a la tragedia. Los vecinos rápidamente se organizaron al enterarse de la muerte del pequeño Alexis de tan sólo cuatro años y algunos fueron por los toldos para gambetear la lluvia, otros fueron por velas y otros por cables y alargues. Los de la otra cuadra prepararon el ponche y el café, los de más allá hablaron con la funeraria y los de más acá fueron por los panes. Cuando se vive en comunidad, en una comunidad, la solidaridad se puede vestir tanto de fiesta como de negro. 
En el medio llegamos nosotros y nuestras mochilas, para realizar los talleres que habíamos pautado semanas antes con el compañero y amigo Ale. Y Ale en esta crónica será sólo Ale, porque una persona tan íntegra, pura y comprometida como nuestro cuate merece un libro y no unas breves e injustas líneas.
“El niño no muere sino que pasa al lugar donde nace la creación, el origen donde la vida no muere”, nos explica Ale mientras Don Luis, tío de la criatura, nos invita a pasar a la improvisada sala preparada en el patio de la casa: “Aquí se comparte todo, lo bueno y lo malo”, nos dice mientras insiste en que saludemos al cuerpo del pequeño.
Noe ya es arrastrada por varias primitas de Alexis que son las encargadas de buscar las bebidas y bocados desde otra casa a cien metros y servirla a las decenas de amigos, familiares y vecinos que no se retiran a pesar de que ya es de madrugada, mientras yo interrogo a Ale sobre esa forma de entender y vivir la muerte tan distinta a la nuestra. La persona no muere, sólo transita hacia otro mundo y en ese paso hay que ayudarla con cantos, flores, comida, espejos, sal, música y compañía. Por lo que la tristeza no es desgarradora como la conocemos y vivimos nosotros sino que se vive como una despedida de alguien al que le espera algo mejor. Ale, de sangre caxcan con náhuatl, continúa explicándome mientras se oyen los cantos a la Virgen de Guadalupe: “Suplicante juntaba las manos, suplicante juntaba las manos, eran mexicanos, eran mexicanos su porte y su faz…”. Esa virgencita tan mexicana de nombre español, que esconde tras sus mantos a Tonantzin, diosa indígena. “Nuestros abuelos Nauhatl le rezaban a sus dioses originarios ocultándolos debajo de mantas, mientras a la vista de los españoles estaban las imágenes y estampitas que los españoles imponían”, cuenta Ale.
Decimos que no pero nuestros bostezos nos contradicen y aceptamos una cama para tirarnos un rato, aunque la música y los cohetes serán despertadores constantes. Al rato nos llaman y vamos a la misa. Es muy curioso como conocemos el principal destino turístico de Landa: su misión franciscana, patrimonio mundial. De allí al entierro en el que participa hasta la policía del lugar, abriendo camino a la marcha fúnebre.
Volvemos a la casa de adobe y palo de Sabina, rancho de leño encendido, de café caliente y puertas abiertas. Ella, Cita y toda la familia nos insisten una y otra vez y día tras día, a comer y a beber. Gente humilde, de manos cayosas, de tajos en la piel, de corazón inmenso como su simpleza. Tacos, frijoles, tamales y todo lo que aparezca son ofrecidos con una generosidad que desborda, justamente allí, en casa de trabajadores desocupados. Ya es mediodía y aparece en escena alguien que no estuvo en el funeral: el pulque. Bebida ancestral, al tratarse del velorio de un niño no se considera que entre en escena porque los niños no beben. Ahí entendemos que lo servido la noche anterior recreó una especie de cumpleaños del pequeño. Pero ahora sí el “semen de los dioses” no distingue horas ni edad y donde falta el trabajo se bebe más, aunque muchos ya rechazan el vasito y tienen la cabeza puesta en cómo organizarse y crear una cooperativa que de chamba a la gente. 
Convivimos y charlamos con la familia de Don Luis, les contamos de nuestros hilos e historias, nos cuentan las suyas, sus penas, sus pasares y nos agradecen las tardes con ellos. Mientras debemos repensar la fecha del taller que habíamos planeado con Ale hacerlo en la canchita de futbol del barrio. Pero ya somos rehenes de Miguelito, Cristal y Mago que nos muestran sus cuevas en las montañas, desde donde sacan piedras para hacernos collares. Allí donde no llegan las consolas ni computadoras, por suerte está la naturaleza.
De tanta comida caliente está quedando poca leña y hay que ir a buscarla al supermercado: el monte. Hacia allá vamos todos con la consigna de sólo cortar lo seco y pasamos una tarde inolvidable. 
Corren los días y en el barrio la noche llega antes del horario pensado para el taller así que decidimos cambiar la estrategia y visitar la escuela primaria. Vamos con Don Luis y Ale como embajadores y a la hora tenemos que volver. Nos esperan los chicos de 5° y 6°, aunque Miguelito, que se escapó de la clase cuando nos vio en el patio, patalee porque no vamos a 2°, su grado. 
Realizamos los dos talleres y Mago se luce con sus compañeros, en dos días de talleres particulares en su casa, aprendió más figuras que nadie. Lo mismo Dani, ese pequeño hombre que muchas veces es el único sostén de la familia. Preparamos más hilos y ahora sí nos reunimos con toda la pibada bajo la luz del farol en pleno barrio. Se juntan tantos que una vecina vende golosinas en una carretilla. Con todas las edades juntas y sin horarios, el caos es hermoso y Cristal, Marce, Dani, Nando y Mago explican y aprenden. Muchos chicos ya conocen la pata de gallo y la “red de voleibol”. Con tanto profe dando vuelta y con la chispa ya prendida, no hacemos falta. Algunos, en su obligado rol de hombres fuertes, de pulque y brazos de tala, dicen que eso es para los niños, aunque ellos mismos no lleguen a los quince. Luego sabremos que cuando nadie los ve se darán la oportunidad de enredarse. 
Llegó la tercer y última noche y detrás de ella vino el desayuno con las risas: Dani se fue a una fiesta y cuando vuelve observa a Cristal totalmente dormida moviendo sus manos como si estuviera haciendo figuras de hilo. Despierta a sus padres y a sus otros hermanos y las carcajadas despiertan a la soñadora, enfrascada hasta el momento en realizar alguno de los trucos aprendidos. Con el café llega también la despedida y las lágrimas de Sabina, las nuestras y los abrazos eternos. También la propuesta de que volvamos cuanto antes, y si se nos complica, en dos años, cuando Gaby cumpla quince años para ser sus padrinos de la fiesta.

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