Siempre nos llevamos muchas cosas de los talleres, de los encuentros a puro estambre. Y nuestro complejo, nuestra pena, es que la mayoría de las veces, sino todas, lo que viaja luego con nosotros es más de lo que pudimos aportar a la clase, a la comunidad, a la escuela. Palabras, gestos, risas, momentos, abrazos fuertes, consejos, apapachos y amistades se suman al lento Delfín que ahorita descansa imperturbable en la bella San Cristóbal (la llamaremos bella aunque el corrector me sugiera que Cristóbal es bello y no bella), luego de la palizota que le propinó la ruta de Palenque hacia aquí.
Y valió la espera y las ganas de coincidir y tejer con el Instituto Tepeyac de Playa del Carmen. De la mano de Flor, genia total, realizamos nueve talleres con 185 alumnos de la escuela primaria. Nuevamente desafiamos a compus, videojuegos, Ipads, y todos lo touchs y clicks habidos perdieron protagonismo, al menos por un rato, quizás por varios días, o tal vez ahorita las tardes se compartan entre patas de gallo y Minecraft.
De eso recién nos daríamos cuenta cuando salimos a la cancha con nuestro cuento y vimos que las caras de sorpresa no entraban en el aula. Entonces sí, respiramos profundo y confiados. Pero la sorpresa no fue sólo de los nuevos hilanderos, sino también nuestra. Al otro día, en plena historia de vacas y brujas, oímos que un niño desde el fondo exclamaba y suspiraba a cada segundo. Sufría con el mosco desaparecido y nadaba junto al pez para avisarle al gato. No pudimos aguantar y giramos nuestra vista. Ese niño era la maestra. La seño volvió a ser niña en esas horas de enredos.
Y son esas cositas, esas anécdotas las que nos llenan. Como cuando Destiny, una güerita de ojos transparentes y siete años, me llamó a un rincón para preguntarme cómo era que llaman a las estrellas los niños de la comunidad indígena Ikoots, en las bellas costas oaxaqueñas. Los chavos de la escuela Emiliano Zapata y la pequeña Destiny se conocieron proyector mediante, enseñando ellos la taza y plato y todas las figuras que de ahí aparecen.
-En ikoots estrella se dice oká –le explico.
Destiny asiente, me mira unos segundos y finalmente se anima a contarme.
-Yo soy de República Checa y allá oká significa Ok, que quiere decir bien o sí. –Y levanta su pequeño pulgar para que no me queden dudas.
Como cuando Diego exclamó que jamás encontró este juego en su Ipad, o cuando las maestras se escapaban de su clase para compartir un ratito de taller, o cuando otra Miss se enojó y mucho porque la mandaron a chambear en la hora de los “Hilando América”. Ni hablar de los autógrafos que nos pidieron en el recreo, ni decir de ese niño que totalmente serio y formal, manitos atrás de su cuerpo como quien reclama al referee, me pidió el favor de que a su hermano, de sexto grado, le enseñáramos las tres montañas. O cuando un padre nos escribió preguntándonos de manera urgente dónde podía comprar el hilo, ya que su hija lo había perdido y estaba desesperada. O cuando en el conjunto de brazos estirados en el salón vemos uno con un yeso que trata de hilvanar con lo que se asoma de dedos. O cuando vemos en el recreo infinitos grupos compartiendo figuras y olvidando grados, cursos, y edades. O cuando otra niña nos presumió el truco de ilusión que la comunidad indígena Mapuche de la Patagonia llama “desenrollar la tripa”, y que cuando le preguntamos dónde la aprendió nos contestó que a través de un video de youtube, donde una muchacha la explica sentada en un carro. La chica es Noe. El carro el Aguará. Y luego vimos algo que nos llamó mucho la atención: cuando el reloj no daba aún las ocho de la mañana del segundo día de talleres, y en los pasillos se amontonaban uniformes y lagañas para entrar a los salones, vimos a una chica caminar apurada haciendo figuras, pero no con un lazo sino con su collar de perlas rojas.
Esas imágenes, esos gestos, esos momentos y esas risas no pueden borrarse con doble click ni el botón derecho del mousse.