El quinto llamado

Andamos sensiblones estos días, a puchero fácil y ojos vidriosos. “Hilando América nunca muere” le dijo Noe a un amigo cuando nos preguntaba si seguíamos o no con los talleres. Y en ese vivir, en ese tejer, vuelven (o nunca se van) el viaje, los talleres, el Delfín y tantxs amigxs que aún vemos saludarnos desde la orilla de sus casas y oírlos gritar a pulmón vivo al segundo nomás de arrancar “¡se les abrió la puertaaaaa!”. Así, si las fibras más sensibles fueron tocadas al compás de una nota periodística bellísima que supo reflejar el espíritu del proyecto, a través de la tanda de talleres con los amigxs del Colegio San Pablo el nudo anidó en el pescuezo. Porque la gurisiada está más grande y ya no pregunta por la pata de gallo o el pez, sino por cuántos años cumple Aru, dónde anda Noe y qué pasó con el Delfín. Y escucharlos desde lejos –mientras preparamos los nuevos juegos y desafíos en el SUM– gritar eufóricos cuando María Silvia les avisa que hoy está Hilando América es de un alegría difícil de deshilachar. Por eso aquí los talleres nos hacen a nosotros y no al revés. Al ir a compartir historias, cosmogonías y un poco de magia desde hace cinco años, los cursos hacen y deshacen según sus pareceres, porque los hilos ya son de ellos y recuerdan, practican, preguntan y, sobre todo, me recuerdan a mi todo lo que ya me olvidé. Y no dejan de maravillarse con las nuevas estampas, cada año más complejas. Y el desafío cada vez es mayor, porque los que toman el taller por primera vez ya saben más figuras que yo en los primeros dos años de proyecto, apoyados en la paciencia de hermanxs, primxs y amigxs. Y de la mano de Isa la siguen en el aula y así como dibujaron al Delfín mejor que nadie, ahora las preguntas son sobre los porqués, motivos y demases de la propuesta. Pero estamos en el medio de un taller y viene María Silvia con cara de preocupada: los chicos de la secundaria también quieren enredarse, tal como pasó el año pasado, pero ahora se agrega segundo año al pedido de los de primero. No tenemos días ni horarios, pero igual hacemos uno. Nos divertimos mucho. Lo que en los años anteriores fue “foto, profe, foto!” ahora es cara de “ya fue la foto, profe…”. Jugamos, aprendemos, compartimos y charlamos. Los chicos juegan a los cubos como si fuese la final del mundo. Las chicas desarman los lazos hechos con totora para hacer la torre Eiffel gigante, que no recuerdo cómo ni cuándo la aprendieron. Pero ahí están, sentadas, ayudándose entre ellas, pasándose las cuerdas por el cuello y pidiéndome llevárselas a sus casas, porque toca el timbre y la hora se pasó volando. Y vemos salir a Celina, seño de primer grado, al recreo con un montón de hilos “confiscados” y una hilera detrás de ella cual patitos pidiendo que les levanten la pena. Y recordamos (o volvemos a pasar por el corazón, que es lo mismo) las infinitas veces que vimos esa secuencia, para sonreir por lo bajo, mientras Aruma queda sepultada en una marea de abrazos sinceros.

Números y lazos

Nunca lo hubiésemos imaginado. Si  antes de emprender nuestro viaje a México alguien nos lo pronosticaba, habríamos dicho que era imposible, improbable. Pero no. La felicidad, la sorpresa y el orgullo que nos infla el pecho piden que compartamos algunas cifras de este año y medio de Hilando América: Aún con varios meses más en las montañas del sureste mexicano, donde acabamos de llegar, y recién contabilizando a México, Cuba y un poquitín de Argentina, unos  3050 niñ@s, padres, maestr@s y abuel@s se enredaron con esta propuesta, en los 122 talleres que hemos realizado al momento. Si la regla de tres simple no nos falla, eso nos da una cantidad de casi… ¡7 talleres al mes! ¡Una locura!
Sabemos que los números son fríos y parcos, pero van tomando color y calor al saber que detrás de ellos, numerosas manos aprendieron, recordaron y se divirtieron con este juego milenario y universal. ¡Y lo bueno es que recién comenzamos!

 

 

Llegamos a Sancris!

Luego de tres meses cubiertos por la sal de las costas mayas, comenzamos a bajar a paso lento hasta Bacalar, donde nos encontramos con amigos y con la laguna más bonita que jamás hayamos visto. Pero el mar se puso celoso así que nos escapamos hasta Mahahual para besar su espuma por última vez o al menos por unos meses. De allí hasta Escárcega dejando en el calor infernal de la carretera todo nuestro sudor y una cubierta. Llegamos hasta la ciudad ideada por el gobernador Pakal y convivimos y nos asustamos con los monos aulladores que vigilan y protegen desde lo alto de la selva la increíble ciudad de Palenque. El Delfín volvió a poner primera y a 30 km/h pecheó de un tirón hasta las cascadas de agua azul, para sorprendernos una vez más con este México inagotable de bellezas. Y San Cristobal de las Casas nos recibió con dos grandes y nuevas amigas y con toda su magia, para decirnos que estará encantada de ver nacer a nuestra hija.

Tejiendo redes en la selva Maya

De la mano de Mares, llegamos al corazón de la selva donde conviven varias comunidades mayas rodeadas de jaguares, mapaches, tezones, guajolotes, monos arañas y una infinidad infinita de pájaros, vegetación y cenotes. Hicimos base en Tres Reyes y nos fuimos en el Delfín hasta Nuevo Durango, donde compartimos una hermosa mañana con los cincuenta niños de la escuela primaria Benito Juárez, que festejaron a puro hilo su último día de clases. Prontito la crónica y fotografías de una experiencia inolvidable!

«La segunda independencia»

“En los ’80 todos los jóvenes andaban con el lazo colgado al cuello, se juntaban en las esquinas y jugaban. Ganaba el que sabía más figuras. Luego con la epidemia de la televisión y el avance de las máquinas eso se fue perdiendo”, dijo Israel, parsimonioso y con esa mirada profunda que trasluce ternura pese a sus rasgos serios.
Ya estábamos en San Mateo del Mar, en lo más abajito del Istmo de Tehuantepec y en medio del pueblo Ikoots, más y mal conocidos como los Huaves. Hasta allí habíamos llegado gracias a Carolina, que nos puso en contacto con Beti, maestra de la comunidad y referente en educación indígena en todo México. Al entrar a San Mateo, con una sonrisa ancha como el Aguará, fuimos saludando a hombres, mujeres y niños. Pero la fascinación fue dando lugar al susto y a las preguntas. Los hombres de machete en mano y las mujeres vestidas con huipiles y polleras largas no condecían con nuestro entusiasmo. Sin señal en el celular, y sin avisarle a Beti que estábamos llegando, fuimos preguntando por ella hasta llegar al jardín de infantes donde trabaja.
Ya en casa de su madre y camarones de por medio, nos enteramos de que no llegamos en un buen momento. A los clásicos conflictos territoriales con sus vecinos, se sumaba ahora la división de la comunidad. En San Mateo, pago de tierras comunitarias, todo se resuelve en asambleas. Pero el PRI, partido gobernante, junto a voluntades pagas, copó el municipio y ahora los vecinos desconocen a las autoridades. Hay mucho en el medio. Empresas españoles pretenden instalar torres de energía eólica a lo largo de toda la costa con el beneplácito del PRI y aliados. La comunidad, en su gran mayoría, se niega y resiste. Los Ikoots, viven del mar, de sus frutos, desde hace cientos de años. Se lo respeta y se lo considera sagrado. Por eso, cuando al otro día un diluvio empapó la ciudad por veinte horas, la culpa fue de los dos argentinos que lo primero que hicieron fue preguntar cómo llegar al mar para darse un buen chapuzón.
A lo largo de los días, supimos que Beti, de sangre Ikoots y zapoteca, gritó a los cuatro vientos sus verdades en las asambleas y que por eso ahora tiene prohibido el paso en diferentes colonias, además del combo de amenazas y persecuciones. “Cuando quieran me sumo a la lucha”, le digo. Ella me mira, bebe su café, y sonriendo me responde: “Acá te linchan…”.
Beti nos lleva a hablar con el director de una escuela primaria y en el camino nos cruzamos con Israel, maestro de otro colegio, que es invitado a escuchar de qué se trata Hilando América. El director oye nuestro proyecto y nos comunica que lo tiene que consultar con el comité de padres, luego con los maestros y luego con otros tantos comités. Nos vamos con la sensación de que cuando llegue el veredicto nosotros ya estaremos por otros rumbos. Pero Israel no dio tantas vueltas y nos llevó a su casa donde estacionamos el Aguará y conocimos a su familia. Y aquí comienza otra crónica.
Elba, la mujer de Israel y madre de Kenya, Abisail e Israel, es pura bondad y timidez. Habla todo el tiempo en ombeiets con sus hijos y esposo. Ella, como la mayoría de las mujeres de su pueblo, sigue la tradición y además de usar las prendas típicas, vende en el mercado los camarones que atrapan los pescadores del pueblo, que es como decir todos los hombres del pueblo. Por eso ya estamos intercambiando mates y café, por eso ya estamos picando deliciosos y frescos camaroncitos. Abisail y Kenya ya son nuestros amigos y suben y bajan del Aguará sin cesar. Arrancan los frutos de sus plantas y nos convidan todo, todo el tiempo. Les enseñamos las figuras con hilos y las aprenden en minutos y las recordarán a lo largo de nuestra estadía. Su hogar tiene el centro de reunión en el patio, y allí platicamos entre patos, gallinas, árboles, ranas, plantas que no llegaron a la Argentina y puercos que chillan más lejos. Nos vamos conociendo, nos vamos soltando. A veces se olvidan que estamos entre ellos y hablan por varios minutos en ombeiets. Hasta que luego Israel nos mira y traduce. En las largas charlas con él supimos más del conflicto que envuelve a la comunidad. Y cuando nos acostamos esa noche, la primera de las tres que vivimos con ellos, dormimos con un ojo abierto.
Israel no es sólo un maestro de primaria, sino un referente y luchador social. Por eso cuando fue colonia por colonia librando con otros compañeros la lucha por “la segunda independencia”, como ellos la llaman, se ganó todo menos amigos. Ya había sido repartido mucho dinero y para muchos atrás quedaba el respeto hacia el mar. Las torres de energía eólica debían ser aprobadas, y llenar de luces rojas intermitentes la costa, como las que se ven más lejos, de noche, en otra comunidad que ya decidió instalar esos monstruos.
Israel nos cuenta y relata con la humildad que reflejan sus ojos. “Imagina Lionel, si uno cuando pisa fuerte los peces se van, imagina que pasará si ponen esas torres, qué comerá mi pueblo”. Ya sabíamos por Beti que él fue el que más se expuso en las acaloradas asambleas, el que más se la jugó. Pero Israel siempre nombra a los compañeros y dice, y sabe, que la lucha es colectiva, aunque en su persona se centraron las amenazas y persecuciones. Autos custodiaban el ingreso a su hogar, otras miradas calculaban a qué hora llegaba a la escuela. El no siente miedo por él, sino por su familia. Y andaba en lo cierto. Elba viajaba como todos los miércoles en micro hacia el mercado de Oaxaca para revender los cuarenta o cincuenta kilos de camarones que había comprado en San Mateo. De pronto la policía para el camión, revisan y la detienen. Dos huevos de tortuga aparecen entre los bichitos colorados. El delito es contrabando. Dos meses pasará Elba en la cárcel, aunque esos huevos ni siquiera estaban en sus canastas. Los pocos ahorros de la familia quedaron en las manos del abogado. Israel sabe que la lucha será larga y afirma que lo peor ya pasó. También nos cuenta de muchos hombres que lo llamaron y le pidieron disculpas, “perdona hermano, estaba enceguecido por el dinero…”.
En medio de las largas charlas, de los sinfines de preguntas de uno y otro lado, sale el primer taller de la mano de Lesbia, maestra de cuarto grado y compañera de Israel en el colegio Emiliano Zapata. Al estacionar el Aguará frente al portón de entrada de la escuela, los chicos se amontonan y miran asombrados a los güeros que llegan en un carro lleno de dibujos y colores.
-¡Son del circo!
-¡No, no son del circo!
-¡Si! ¡Fíjate que arriba dice “gran circo”!
Nos reímos mientras bajamos con las mochilas y los lazos colgados al cuello. Hasta que escuchamos:
-¡No! ¡Son los robachicos!
Pedimos los varios permisos necesarios para entrar a la escuela y vemos que desde lejos, una niña viene corriendo descalza a toda velocidad. Es Kenya que con ese envión que trae, salta y abraza a Noe. Luego nos enteramos que nos presentó como sus tíos, sus primos y sus amigos. Kenya tiene sólo 6 años pero en el recreo ya está en medio de un remolino de chicos que ven como ella hace figuras y trucos de magia con un cordel.
Lejos de los videojuegos y cerca de los árboles y redes de sus padres, los pequeños se trenzan y hacen las figuras más rápido que nosotros. También la memoria sale favorecida en este pan y queso. Los pibes aprenden rápido y ya no lo olvidan. Recordamos al Chato Corbera, amigo, profesor y maestro que anda hilando con los niños mapuches allá en Neuquén, y que afirma los hilos están inoculados en nuestros genes, que por más que pasen años y generaciones sin jugarlos, a la primera de cambio el índice ya fue a buscar el hilo palmar izquierdo y a la inversa.
No nos alcanzan las manos para fotografiar y filmar esos chamacos que se explican los pasos en ombeiets, que ríen e inventan nuevas figuras. Nos despedimos sabiendo que al otro día volveremos a ir, esta vez con el grado de Israel. A esta altura, ya somos tironeados por distintas familias que nos invitan a comer. Pescados y frijoles. Carnes fritas y tortillas. Aguas de Jamaica y cafés.
Volvemos a nuestra casa que es la de Israel y Elba, casa que siempre tiene un fuego encendido, en sus hornos de barro, que son oyos en el suelo. Elba charla con Noe en su forzado español, se escuchan las risas. Ya está oscureciendo. Israel saca una guitarra criolla y comienza a cantar. Me la convida. Balbuceo dos acordes y me justifico: soy zurdo, están las cuerdas al revés. Ahí, con ojos brillosos, me cuenta de su pasado como bajista del grupo tropical “Los Huaves”, de los conciertos, de los bailes. Escuchamos las canciones en su dialecto y me las traduce: “El hombre quiere saber por qué ella no le habla, y le dice que quisiera ser una pulga para saltar sobre sus pechos, llegar hasta su ombligo, y si se puede más abajo también”, y se ríe con risa pícara. Pero ya estamos todos cenando y ahora ese maestro combativo nos cuenta de sus años de “mojado”, cuando cruzó a Estados Unidos tras su sueño americano dejando a Elba con el pequeño Israel. Aprendimos más de los pinches coyotes, de las largas y frías noches en el desierto, de las caminatas de 14 horas viendo cadáveres comidos por caranchos, tomando agua de los bebederos para el ganado. De los mil y un intentos, de las mil y dos expulsiones dadas por la “migra”. De los padres que venden a sus hijos, de las parejas que venden a su mujer. De secuestros y extorsiones. De su rápido progreso como albañil hasta tener su propia cuadrilla. Y de como debió volver para no perder su clave docente.
Beti nos invita a que vayamos a la capacitación de maestros dada por otra Beatriz, más joven e igual de luchadora, que tras trabajar varios años en la comunidad, vuelve cada vez que puede a tomar sus cafés y saborear sus pescados. Vemos que en la pizarra está escrito “voces”, “conocimiento comunitario”, “construcción colectiva”, y otros términos que reflejan toda una forma de educación. Volvemos por un rato al Bachi popular La Grieta. Convidamos un mate que es repartido por la docena de educadores. Hablan en ombeiets y se ríen a carcajadas. Hasta que al fin Beti hace de traductora y nos comenta, “tenemos miedo que sea afrodisiaco, somos todos solteros”.
Al otro día volvemos a ese jardín que tiene la flor comunal en el centro del patio. Beti ya avisó a los padres que asistan para que ellos también se enreden con sus chavitos. Vivimos otra mañana única, inolvidable. Hombres y mujeres de piel curtida, de manos callosas, de timidez infinita, haciendo la pata de gallo, que pronto es un pez que nada corriente abajo. Sus miradas esquivan las fotos. La maestra Gisela nos agradece en su dialecto y todos aplauden. Pedimos de hacer la foto colectiva, y a paso lento, nos vamos juntando. Agradecemos de corazón y volamos para el colegio, donde nos espera Israel. Vuelve Kenya corriendo descalza a abrazarnos. Otros chamacos nos preguntan cuándo haremos un taller con ellos. Muchos del taller anterior, llevaron hoy también sus lazos. La pelota y las corridas es el denominador común de los recreos. Sudados y agitados, los alumnos de quinto grado saltan de acá para allá ahora con nuestro “mar y tierra”. Entramos al salón y contamos el cuento que sigue robando órales y ojos bien abiertos. Israel, que con varios “cheterón” (sentarse) logró calmar la algarabía, nos filma con su celular. Ya estamos enseñando figuras con la tranquilidad y alegría de saber que el conocimiento y las prácticas ancestrales de ese pueblo pescador se verán reflejadas en las manos de sus pequeños. Luego de dos horas de juegos de ilusión y caracoles, pedimos que vayan pasando al frente y que les recuerden las figuras a los compañeros. Las hacen pero esta vez la explican en ombeiets. Israel va ayudando con esas palabritas que se escapan. Cerramos con fotos, abrazos y agradecimientos sinceros. Israel nos dice que lo esperemos así vamos a comer con sus padres, pero otro chavito fue a nuestro encuentro para decirnos que su padre también nos invita a almorzar. Israel gana la pulseada. En ese lapso que lo esperamos, visitamos el bachillerato comunitario donde nos espera Beatriz, la joven que vino de Oaxaca a compartir las nuevas experiencias educativas y colectivas que van trazando en otros horizontes. Nos sentamos con el compañero que hace de director y nos pidió un hilo. El resultado fue atronador. Estábamos sentados frente a un experto hilandero, que gracias al cielo, sólo recordaba unas diez figuras de las cientos que sabía.
Almorzamos con la familia de Israel en la casa de sus viejos. Ahora su sobrino también aprende las figuras que Kenya y Abisail les enseñan. La sencillez, humildad y bondad de esas personas no tiene nombre ni tiempo. Las preguntas van dejando paso a los chistes. Elba quiere que su suegra vaya con nosotros hasta la Argentina. La madre de Israel le contesta que mejor vaya ella. Las risas flotan sobre las sopas y tamales. Los silencios de los más grandes son insondables. Preparamos mates y una misma cebada da toda la ronda. Israel y su padre nos cuentan las cosas y costumbres que se van perdiendo día tras día, y las que van mutando influenciadas por la cultura zapoteca o la que ande navegando esos mares. Llega el momento de la despedida y esas dos horas de compartir y conocernos, son suficientes para que la madre llore como una niña y el padre nos desee suerte con voz anudada. Nuestros ojos brillan más de la cuenta y subimos rápido al Aguará, último refugio de lágrimas que regresan cuando recordamos.
Volvemos a casa de Elba e Israel y la recorremos nuevamente. Sus animales, frutos, plantas. Noe ya robó una albahaca y preparó unos ricos fideos con salsa, ante el asombro de Elba que los hace fritos y no hervidos. No nos podemos ir sin ver como pesca ese hermoso pueblo y allá vamos, a la costa, a ver decenas de luces en lo hondo de las lagunas que el mar forma. Los Ikoots no van en busca de los grandes camarones que se encuentran mar adentro, sino que pescan a los pequeños en las lagunas, ya que hasta allí van a desovar esos crustáceos. Israel explica que esas luces no son canoas sino linternas. Toda la laguna está cuadriculada por palos. En esos postes se pone la red circular y arriba la linterna. El camarón, atraído por la luz, va directo a la red, tejida a mano, claro está. Israel nos muestra una choza donde descansan sus amigos entre tandas que duran noche y frío. Al lado, hay un gran pozo en la arena con una olla. Allí los pescadores se lavan con agua dulce. No le creo. Está a menos de dos metros del mar. Israel se ríe y me lo confirma. Los flashes de nuestras fotos llaman la atención de dos pescadores que regresan a la costa. Allí los vemos, semidesnudos, mojados hasta el cuello. Saludan en su idioma y hablan con Elba e Israel. Nos invitan a pescar en esa canoa hecha de troncos, y nos subimos con Israel, Kenya y Abisail. Noe se queda con Elba platicando en la orilla y de esa charla pueden salir tres relatos más. La noche ya es noche cerrada y en la punta de esa canoa se divisa al pescador empujando la embarcación. La imagen es para una postal. La experiencia para un libro. Llegamos hasta sus palos y vimos como revisan sus redes, agua al pecho, linterna abrazada a sus cabezas. Los pescadores pescarán toda la noche, descansando nada. A lo lejos se ven las luces rojas de las torres eólicas que acechan la zona. Empieza a llover. Israel me sigue contando de su pueblo, sus costumbres, de cómo se guía por las estrellas y por los vientos. Volvemos luego de una hora. La cosecha de esta tanda no fue buena pero alcanza para una linda bolsa de camarones. “¿Cómo sabemos si son frescos?”, les digo a los pescadores y la carcajada de Israel resonó en el mar. Regresamos a la ciudad y arrimamos a los pescadores a sus casas, que volverán a las cuatro de la mañana a controlar sus redes. “¿Y cuándo descansan bien?”, le pregunto. El hombre no contesta y Noe me mira. Acabo de hacer la pregunta más tonta del mundo. Escuchamos hablar en ombeiets y lo sospechamos: esa bolsa de camarones cosechada estará en breve en nuestras barrigas. Elba cocina a los bichos y vemos como patalean en el agua que va hirviendo. Luego se baña y prepara sus fuentones con kilos y kilos de camarones. Israel la llevará hasta el pueblo próximo donde pasa el micro que la dejará en Oaxaca. Cenamos con Kenya y Abisail, cuando vemos que llegan las dos Beti a despedirnos y a regalarnos canastos y tejidos de la comunidad. Al rato aterriza Israel y sale otra ronda de café. Ya es muy tarde y a primera hora los dos argentinos irán por otros rumbos. Los nudos en la garganta ya son una constante. Nos abrazamos fuerte con esas maestras compañeras. Israel nos cuenta que en pleno viaje Elba le preguntó si en verdad nos vamos.
Nos levantamos bien temprano y ya están los fuegos prendidos. Los niños desayunan frijoles, carnes y pescados, mientras Kenya bebe su café y le pide a su padre que le haga trenzas. Probamos la memoria de esta princesa y en cinco minutos hace todas las figuras que a nosotros nos lleva un día. Israel ya no sabe que regalarnos. Camarones, totopos, frutas, tejidos y un morral parecen no alcanzarle y sigue buscando y mirando a su alrededor. Ese hombre, de rasgos fuertes y mirada severa, nos confiesa lagrimeando que con nosotros se va un pedacito de su alma. Y nos abrazamos como quien abraza a un amigo de toda la vida y hacemos los primeros kilómetros sin poder hablarnos ni mirar bien el horizonte.