Antes que despierte el sol

Ahí donde la libra de pollo cuesta un dólar y medio y esas seis “coras” significan muchas horas de trabajo bajo un sol que deja llagas, ahí, justo ahí, sin conocernos y sin porqués, nos esperaban con un delicioso arroz con pollo, de esos que saben a abuelas, a familia. Después del almuerzo y con los dados cargados, la hamaca paraguaya del patio –la más codiciada– fue para este cronista mientras que en la casa fingían ver televisión, con el noble propósito de cuidar a Aruma y charlar con Noe.
Habíamos llegado un par de horas antes al Cantón Las Isletas, pueblito del centro de El Salvador y a minutos de la costa, aterrizados un domingo de carreteras, perdidas varias y llantos de la más pequeña del equipo. Y a la enésima vez que paramos a preguntar, notamos que el chico de la bicicleta nos seguía mirando como diciendo no pueden ser tan pelmazos. Era Mariano, nuestro contacto, amigo y alumno de la escuela, quien nos esperaba fiel aunque fuese domingo y tardáramos dos horas más de lo pactado. Con Mariano y la escuela dimos gracias a los compas de Proyecto Miradas, que ya habían dejado su estela allí y ahora hablaban por nosotros, adelantando gestiones en países con poca estancia para los turistas.
La familia de Mariano nos trató como saben los salvadoreños, con abrazos cálidos, aguas frescas y la bondad a flor de piel. Con Noe nos mirábamos y sonreíamos. Aruma, de brazos en brazos, hacía reír a las mujeres de la casa. Las manos no alcanzaron para bajar frutos y frutas de los árboles. Nos chorreamos con el marañón que ganó por goleada y las risas degustaron la tarde.
Mariano por fin consiguió hablar con Oscar, el director de la escuela, que llegó echando polvo junto a Paty, una hermosa maestra. La noche dijo presente y nuestro hotel, por tres noches, fue el patio del colegio. Pero aún la tarde daba guerra y aprovechamos para comernos unas pupusas y ponernos al día.
Unos mil alumnos escuchan en la primera hora del lunes al director, que desde un escenario cuenta del panorama de la escuela y del torneo intramuros que se viene. Niños y adolescentes de primaria y secundaria lo oyen casi atentamente. Aruma está en su salsa. Se alegra con cada niño que ve, saluda desde la carriola como si fuese la reina de la primavera, ríe y grita. El director nos presenta y nos invita a subir. De chanclas y short de Douglas agarro el micrófono y agradezco. Luego, un joven que cursa su último año me encara con mucho respeto: “Acá nadie se hubiera atrevido a subir al escenario así vestido”. Pido disculpas que no hacen falta. Comenzamos los talleres con los chicos de quinto grado primero y luego de sexto. A la tarde les toca a los de cuarto. Elegimos esta vez realizar dos jornadas con cada grupo para llegar a profundizar más sobre este arte milenario. Además, aquí las patas de gallo emergen como la generosidad. El Delfín se transforma en el sitio turístico que no hay que perderse y como anda medio chanfleado, pedimos que se suban de a dos, y que esquiven el primer escalón que se nos está por caer. Afuera, se erige un puestito de comida, donde tenemos vía libre y nos llenamos de frijoles, pupusas y de noticias horribles que cocinan los diarios. Contra todos los pronósticos, en este “peligroso” Salvador nos sentimos más queridos, cuidados, y mimados que nunca. Los adjetivos no alcanzan –o los desconocemos– para describir a su gente. Fuimos los Rolling Stones esos días en la escuela. Nos ofrecieron y convidaron de todo y hasta un mecánico se vino en bicicleta para chekar la batería que no retiene la carga.
Con la llegada de la caña de azúcar las brisas dijeron adiós y ahora vuelan cenizas que como nieve ensucian la bañadera de Aruma, zambullida por tercera vez en lo que va de la tarde. El calor es descomunal –aunque Nicaragua nos diga que ese sol es un bebé de pecho– pero ahora la sala de computación se vuelve nuestra habitación. Dos aires acondicionados refrigeran los sueños de Aru, que por primera vez clava seis horas ininterrumpidas. Continuamos con los talleres y los hilos vuelven sucios, mordidos, mojados. Vuelven usados y eso está bueno. Hacemos figuras complicadas y van saliendo. Los más chicos reclaman su turno, luego de que sus hermanos y amigos más grandes les presuman las figuras en el recreo. Falta otra noche pero traicionamos a la escuela y nos vamos con la familia de Mariano. Llegamos de tardecita ya noche pero falta el papá, una hermana, un cuñado. Continúan trabajando y la pasta se enfría. Finalmente van llegando, con un cansancio enorme cargado sobre sus espaldas. Compartimos la cena, contamos anécdotas, escuchamos sus sueños y sus miedos. Y antes de lo pensado nos despedimos. No es que nos estén echando, es que no hay que darle soga al reloj. La chamba comienza mucho antes que despierte el sol.

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