El 13 de febrero, día en que este cronista termina de darle la vuelta al sol, nos agarró –al igual que ahora, que estoy escribiendo con tres mecánicos debajo del Aguará y trece días después- en el taller mecánico. Calcado a lo sucedido en Oaxaca, lo que tardaba una tarde pasó a ser semanas, y por ende debimos –y aún debemos porque en el mundo de las bombas de aceite y de frenos una tarde sigue siendo varios días- tirar por la ventanilla nuestro cronograma, que ingenuamente decía que luego del festejo con los cuates queretanos iríamos con toda la cruda encima rumbo a la bonita Guanajuato. Pero ese mismo cronograma también decía “abuelos”, para recordarnos lo que no olvidábamos: Le habíamos prometido a Silvia que ocuparíamos su hora de Tai Chí en el coqueto geriátrico Las Gardenias, para, y por segunda vez, llevarle los hilos a los más viejitos.
“Las necesidades son las mismas, son abuelos que están muy solos y están entusiasmadísimos con el taller, súper ilusionados”, nos comentó nuestra madrina hilandera y se nos dibujó una sonrisa que ya no se fue. Trabajamos con unos quince abuelos a los que de a poco les fuimos cambiando sus caras serias y desconfiadas por sonrisas, comentarios y consejos respecto al viaje, las rutas, la inseguridad y los fríos. En el medio quedará la anécdota de esa abuelita que enojada nos dijo “con una mano no se puede hacer”, regañando a ese brazo totalmente dormido. Le retrucamos rápidamente con un “nosotros le prestamos una mano, no se haga problema”. Hicimos la taza, estrellas y patas de gallo con esa Doña, que al igual que los demás abuelos, que al igual que todos los niños de las escuelas, se le transformaba la cara en asombro y felicidad al ver lo que había logrado.