-¿Adiviná quién nos escribió?
-Dolores!
Más de 60 mails nos mandó Dolores en más o menos un mes. Maestra del preescolar en Miahuatlán, a dos horas de curvas y pendientes de Oaxaca, recibió el llamado de Teresa diciendo que había dos locos argentos que iban haciendo talleres de juegos de hilo y que estaban por sus pagos. Dolores, maestra obstinada, quería que todos los jardines y escuelas de su ciudad tuvieran la oportunidad de compartir una mañana de cordeles. Nosotros confirmamos nuestra presencia sin precisar el día exacto, ya que faltaba un mes para que andemos por allá. Luego, cuando ya se iban acortando los plazos, el Aguará cayó en cama y los mecánicos dijeron que era cuestión de un par de horas, luego de una tarde, luego de un día, luego de un día y horas, y así. Cinco días estuvo el Aguará en el taller y nosotros durmiendo allí, compartiendo mates y mandarinas con la tropa de Germán, tan buenazo y de tan enorme corazón que no pudimos ahorcarlo. Nos escapábamos a internet y ahí estaba Lola, queriendo saber fechas, horarios, cuantos niños, de que edad, etcétera. Le dijimos que lo haríamos con los chavitos más grandes del jardín, de unos cortos cinco años, por la motricidad, concentración y capacidad de atención, y que con ellos ya era muy difícil al ser tan pequeños. Y que no más de treinta.
“Para el mediodía va a estar”, nos repitió un mecánico y mandamos el sms a Dolores: “Salimos para allá en un rato”. Pero el mediodía se hizo noche y el Aguará seguía sin su embrague, y nosotros arriba de él, cortando y pegando hilos. Cuando vimos la hora nos fuimos a quejar pero ya se habían ido todos. Quedamos encerrados. Dolores, que a esta altura ya era Lola, no aceptó una suspensión del taller. Llamamos a Germán, que volvió para abrirnos y nos pagó el taxi que nos dejó en una terminal de traffics. Salimos para Miahuatlán, como estábamos. Nos pasaron a buscar y nos llevaron a un hotel. Al otro día a las 9 de la mañana nos esperarían unos treinta niños para hacer el taller.
Unas 240 personas llegaron al jardín de Lola para asistir al taller de Hilando América. Más de 120 niños de distintos jardines con sus 120 madres o padres acudieron a la cita. Ni el cartel en la puerta de entrada anunciándonos, ni el exquisito desayuno junto a los maestros, nos hizo profetizar tal acontecimiento. La gente llegaba y el café y las tortillas le tuvieron que dar paso a una apurada cortada de hilos. Salimos a la cancha y luego de la lectura de nuestros currículums (lo que nos dio mucho calor), tuvimos el honor de cortar las cintas en lo que fue la inauguración del período de talleres del establecimiento. Y comenzamos con el nuestro.
Lola, nuestra amiga Lola, nos hizo vivir una experiencia que ojalá alguna vez se vuelva a repetir. Tal como lo presagió, con la ayuda de los padres la situación estuvo controlada. Madres y padres se hilaron a lo largo y ancho del enorme patio junto a sus hijos. Los maestros iban de acá para allá dando una mano. Nosotros, micrófono en mano, explicábamos para todo el mundo y luego iniciábamos la recorrida, para tener la instancia del “mano a mano”, como le llamamos. Todas las imágenes que veíamos eran para postales. Las manos curtidas ayudaban a los deditos de chavitos de tres, cuatro, cinco años. Muchas veces, esas manos trabajadoras, eran ellas las protagonistas de la mañana, y por micrófono, riéndonos, repetíamos: “les pedimos a los padres que por favor se acuerden que el taller es para los niños”. Y todos reían. Lola, tan feliz como nosotros, aumentó su apuesta: “Vi que hacen figuras gigantes con sogas, podemos hacer alguna…”. Como no teníamos cuerdas largas, buscamos junto a un profe una extensa soga y ahora los padres dejaron correteando a sus hijos y se trenzaban en estrellas y patas de gallo.
El brillo en los ojos llegó con el cierre, las infinitas fotos y el abrazo colectivo. Nos hicieron sentar y los 120 piojos se nos tiraron encima. Una locura. El alma llena.
Lola y su marido Pedro nos pagaron 250 veces el taller. Nos llevaron y nos trajeron de acá para allá, nos prestaron a su familia, a sus amigos, nos invitaron a comer ricos tacos, nos regalaron sus abrigos y un sinfín de gestos, gracias y abrazos que, junto al mezcal obsequiado por la maestra Ana, abrigaron nuestro corazón. También, entre su banda apareció André, quien desde Freud hizo buenas migas con Noe y nos invitó a que pasemos por su casa cuando gustemos. Obviamente al otro día estábamos allí, comiendo pizzas y degustando mezcales junto a su hermosa familia, compuesta por dos bellas mujeres: su esposa Araceli y la pequeña Ibia. Y conversamos largamente y nos hicimos requetecuatachones, en una amistad que perdura, que nos protege, y que será eterna, como los mails que nos mandamos con nuestra amiga Lola, excelente maestra del jardín “Izcoatl”, de Miahuatlán.